Jacob Burckhardt y Friedrich Nietzsche

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Jacob Burckhardt, camino de sus clases, cruza frente a la catedral de Basilea (en torno a 1890)

 

1818-1897

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1844-1900

 

De todas las influencias de las que el filósofo Friedrich Nietzsche disfrutó a lo largo de su vida, la de Richard Wagner fue la más intensa, la más duradera y la más dolorosa. Pero además del músico, hubo profesores y filósofos que también contribuyeron puntualmente a la formación y evolución intelectual primero del filólogo, que luchó contra la náusea filológica, y después del filósofo, que proclamó con valentía la muerte de Dios. Una de estas influencias fue la del historiador del arte Jacob Christoph Burckhardt.

 

 

Vidas paralelas. De la admiración de Nietzsche por Burckhardt queda constancia en la extensa correspondencia del filósofo. En sus biografías descubrimos numerosas experiencias vitales compartidas. Ambos provenían de familias de pastores protestantes y sufrieron la experiencia fatídica de perder, siendo todavía muy jóvenes, a uno de sus progenitores. Por deseo familiar, comenzaron estudios de teología que, al poco tiempo, abandonaron al cuestionarse su vocación religiosa. Fueron grandes melómanos y compositores ocasionales. Entusiastas lectores de Schopenhauer y detractores de la filosofía de Hegel. Gracias a la alta valoración de sus trabajos académicos se les eximió de leer e incluso de redactar, en el caso de Nietzsche, sus respectivas tesis doctorales en la Universidad de Basilea. Rechazaron el imperialismo prusiano y su peligrosa intervención en la cultura. Compartieron la creencia de que existe un vínculo directo entre la cultura alemana y el mundo helénico: “un sagrado vínculo nupcial” (Nietzsche). Admiraron la aristocrática y sana cultura griega, a la vez que se sintieron atraídos por la luz y el cálido clima meridional.

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Basilea. En esta ciudad que se extiende a ambas orillas del Rin, situada cerca de las fronteras con Francia y Alemania, se conocieron y vivieron estos dos grandes intelectuales. En 1869, Basilea era una ciudad burguesa poco progresista, con una universidad fundada en 1460, la más antigua de Suiza. En ella, Nietzsche, lleno de proyectos, retos y temores personales, ocupa una cátedra de filología clásica con tan sólo 24 años. Convertido en un prometedor filólogo, albergaba la esperanza de educar a una nueva generación de filólogos, enseñándoles a mantener un perfecto equilibrio entre rigor científico, arte y filosofía, definiendo, así, al “filólogo del futuro” frente al “filólogo productivo”, un mero “gusano desecado entre libros”. Pero a diferencia de Burckhardt, Nietzsche nunca pudo sentirse como un miembro totalmente integrado ni en la sociedad basilense ni en su universidad, pues comenzaba a emerger en él, cada vez con más fuerza, el duro conflicto entre profesión y vocación.

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La jovialidad griega. Desde el primer momento, el respetado historiador se le reveló a Nietzsche como un hombre de extraordinaria inteligencia. Esta relación fructífera, entre colegas unas veces o entre profesor y alumno otras, se nutría de una compartida visión estética de la Antigüedad griega y del culto que ambos profesaban al filósofo Arthur Schopenhauer. Nietzsche escuchaba con verdadero placer las conferencias del conocido historiador del arte. De igual manera, Burckhardt asistió con admiración a las cuatro disertaciones de Nietzsche Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes. Ambos se enriquecían mutuamente. Este profesor agudo y excéntrico fue quien mostró a Nietzsche, apoyándose en el método hermenéutico del romántico Friedrich Schlegel y de la filosofía de Schopenhauer, la imagen del pesimismo griego “como un hecho popular” y “no como el resultado de la reflexión”. La imagen de los griegos joviales era una de las mayores falsificaciones de la cultura griega. Burckhardt y Nietzsche, dos mentes originales, conocían muy bien lo que se ocultaba tras la jovialidad griega y ambos sintieron la necesidad de escribir acerca de ello. Surgen así obras como la Historia de la cultura griega (1869-1870) y las Consideraciones sobre la historia universal (1870) de Burckhardt, o El nacimiento de la tragedia (1872) de Nietzsche.

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¿Dos ingeniosas borracheras? La aproximación a la Antigüedad clásica implica diferentes criterios para entender la filología y la historia: bien como ciencias reducidas al estudio exclusivo de los textos a través de su gramática y de los hechos que describen; bien como ciencias que encierran una actitud reflexiva, estética y poética, capaz de aportarnos un conocimiento vivo del hombre, sin idealizaciones. Pero la tendencia positivista de algunos historiadores y filólogos a una enfermiza erudición y acumulación de datos era la que prevalecía en las universidades, y esto hizo que la obra de Burckhardt, Historia de la cultura griega, y también la de Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, cayeran en descrédito. Ambos fueron condenados por lo mismo: falta de rigor científico. Theodor Mommsen, Wilamowitz y otros científicos de renombre opinaban que la obra de Burckhardt describía unos griegos que sólo existían en su imaginación, y que la obra de Nietzsche era producto de una “ingeniosa borrachera”. Pero ¿qué importancia podemos atribuir realmente a la erudición para el estudio de la Antigüedad clásica cuando no se consideraba un valor entre los griegos? “Los griegos no eran eruditos” (Nietzsche). Ambos, historiador y filólogo, fueron condenados por intentar “adelgazar”, por liberarse de lo superfluo, por convertir la tormentosa acumulación de datos, la pesada y excesiva erudición en placer, por rechazar aproximarse al cuadro para examinar una pequeña mancha y preferir en su lugar disfrutar de la totalidad. El historiador y el filólogo sabían que cada mirada, cada sujeto, cada intuición inteligente proporcionan una explicación válida de un trozo de la historia o de la cultura. Lograron que las fuentes cobraran vida en sus obras y que el lector, deseoso de conocer, no sintiera vértigo ante los innumerables hechos, datos y textos adulterados y amputados. Sus obras responden a una creación individual, intuitiva y arriesgada, donde la verdad o la falsedad quedaba supeditada a la fuerza narrativa de la idea. Sabían que el mundo griego de los dioses no era materia para la razón sino para la fantasía y el instinto. Surge el Burckhardt-autor y el historiador estético [1]; surge el Nietzsche-filósofo y el filólogo-filósofo estético. Los justifica el Schopenhauer que afirma que “la poesía sirve más que la historia para conocer la naturaleza humana: en este sentido, tenemos que esperar más lecciones verdaderas de la primera que de la segunda” [2]. La historia no es una ciencia, es un saber. Y si damos esto por válido, es razonable que ambos discípulos, Burckhardt y Nietzsche, se abandonaran, en cierta medida, a la especulación. Pero estas ideas a la hora de abordar la antigüedad se consideraban peligrosas para quienes tenían en sus manos el poder de educar y, por tanto, la posibilidad de deformar la mente de generaciones de alumnos.

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Nostalgia por un padre. La correspondencia entre Nietzsche y Burckhardt revela el trato distinguido y cordial, pero también distante, que Nietzsche concede a Burckhardt. Más que buscar a un amigo, de nuevo el joven Nietzsche, entre aquellos hombres ilustres que el destino puso en su camino, buscaba a un padre. El filólogo Ritschl encarnaba el rigor y la disciplina que un padre con carisma exige a su hijo para que éste alcance un buen aprendizaje; Richard Wagner representaba el espíritu musical de su padre; y Burckhardt era el gran orador que hacía disfrutar a sus alumnos, igual que Karl Ludwig Nietzsche, párroco de Röcken y padre de Nietzsche, se ganaba el corazón de la comunidad con sus sermones. Nietzsche quería parecerse al profesor Burckhardt cuando alcanzara su edad. Y fue su beneficiosa cercanía, su trato con el más profundo conocedor vivo de la cultura griega y del misterio dionisíaco el contrapeso que frenó, en cierta medida, el ambicioso proyecto wagneriano y, además, preservó a Nietzsche de convertirse en un filisteo, en “un hombre de rebaño”.

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Un frío silencio. Al final, Nietzsche hizo lo que todo hijo o discípulo ideal debe hacer: a la vez que admira y aprende de su maestro, prepara ya su alejamiento y superación. La diferencia de edad, el espíritu volcánico de Nietzsche, el celo con que Wagner le atraía hacia sí, comenzaron a enfriar el diálogo intelectual entre Burckhardt y Nietzsche. El trato cercano del historiador con el filólogo se convirtió en cautelosa reserva. No podía permitir que el “cautivador” Nietzsche perturbara su vida recogida y resignada. El conservador Burckhardt y el radical Nietzsche se distanciaron. El filólogo ya volaba con las alas de la filosofía. Buscaba, sin todavía saberlo, superhombres que se entregaran al peligro, despreciando una vida sensata y ordenada. El historiador se sentía demasiado viejo para despertar el espíritu de artista, de poeta, para desenterrar al romántico Burckhardt de su época berlinesa, y seguir al joven Nietzsche en su planificada redención del mundo. En su deseo de adentrarse en el desierto. Pero ninguno de sus maestros, ninguno de sus amigos, pudo seguirlo, porque Nietzsche es un filósofo poseído por la lucidez y la fatalidad. Un filósofo solitario, para lectores que comprenden y valoran la soledad.

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[1] Prólogo a J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento italiano, AKAL, Madrid, 2004, pp. 25-26.

[2] A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, AKAL, Madrid, 2005, p. 879.